Mark Twain, el vagabundo de Heidelberg

Heidelberg Alemania

Heidelberg Alemania

Llegué a Heidelberg por casualidad. Fue hace poco más de un año, cuando decidí celebrar mi cumpleaños en Frankfurt. Por nada en especial, era el vuelo más barato. Sin a penas buscar información, dos días en la ciudad aeroportuaria alemana me resultaron suficientes para conocer cuanto ofrece, incluso repetir algún bar y volver a maldecir alguna impertinencia. Lo admito, el rudo carácter del suroeste hizo que quisiera huir en el primer tren. Y esa fue la condición que me puso mi hermana, cansada de que el señor de la estación nos dijera que “Todo está en las máquinas (y por lo tanto, en alemán). ¡Siguiente!”

  • Busca las paradas- Ni siquiera entendíamos el billete, ni a dónde íbamos y allí nadie parecía querer ayudarnos.
  • Jajajaja… Mira, Heidelberg, como Heinsenberg. Qué bueno – Aunque tampoco somos muy de estresarnos.

Una hora después, aproximadamente, llegamos a Heidelberg, la estación que tanto nos recordaba a Walter White. “¿Y si nos hacemos aquí unas cañas?” Y bajamos.

Nos apeamos sin saber muy bien lo que nos íbamos a encontrar. Sin un mapa o una referencia. Creíamos que no lo necesitábamos, hasta que nos perdimos. Por el camino oímos a un grupo hablar en inglés – “Estudiantes, ellos saben”. Uno de ellos se quedó mirando nuestra camiseta y señaló: “Explore, dream, discover. Mark Twain. ¿Estáis aquí por su libro?”

  • ¿Qué libro?
  • Un vagabundo en el extranjero.

(Cara de desconcierto)

Heidelberg Alemania

En 1878, Mark Twain había realizado el mismo viaje que en ese momento estábamos haciendo nosotras. Con la idea de escribir un libro sobre la Selva negra y del norte de Italia, A Tramp Abroad (Un vagabundo en el extranjero), el escritor americano cogió un tren con su familia y, casualmente, acabó en Heidelberg. La ciudad le gustó tanto que, no sólo se quedó tres meses en ella, sino que hasta le dedicó una guía. En aquel momento, no teníamos ni idea. Sin quererlo, había caído en la ciudad de uno de los maestros de la literatura de viajes. El mismo cuya frase más célebre lucía en mi camiseta y el que tantas buenas noches me había hecho pasar con su Tom Sawyer.

El centro de Heidelberg era en sí una fotografía. El día, que parecía que no acababa de abrir, se mezclaba con los colores de sus jardines o las flores de las ventanas. Por encima del gris saltaba el rojo, amarillo o azul. Las calles eran la imagen de una ciudad viva. Las terrazas estaban a rebosar de estudiantes. Quizá por ello, en algunas bocacalles había paradas de libros donde uno era libre de coger el título que se le antojase y sentarse a leerlo. Envidié la iniciativa.

Libros en Heidelberg

Entre los títulos en alemán había alguno en inglés. Uno de ellos hablaba sobre la universidad. Heidelberg albergaba la más antigua de Alemania (1386), por ella pasaron personajes ilustres (Mark Twain asistió a algunas clases) y fue cerrada durante el regimen nazi. Aquello se ponía interesante. La ciudad nunca llegó a ser bombardeada, aunque en ella se instalaron los SS y para su divertimento, crearon el teatro de Thingstätte, actualmente en uso para conciertos. También había una cárcel para los estudiantes, el Studentenkarzer, donde llevaban a aquellos alumnos que se portaban mal. Pensé que, si en Salamanca hubieramos tenido algo igual, quizá hoy todavía estaríamos dentro.

Un vagabundo en el extranjero estaba en otra estantería, a pocos metros de allí. Y, sin habernos adentrado aún en el casco histórico de la ciudad, decidimos que sería Mark Twain quien nos guiase.

Heidelberg, Alemania

“La ciudad se extiende a lo largo del río, su intrincada telaraña de calles se adorna con luces parpadeantes. Detrás, el castillo se levanta sobre una colina en forma de cúpula y vestida de bosque. Más allá, otra más noble y elevada. El Castillo mira por encima los oscuros tejados de la ciudad; y de ella dos pintorescos puentes viejos atraviesan el río. Nunca he disfrutado de una vista con tanto encanto y satisfacción como esta”.

El castillo de Heidelberg no parecía tan imponente como lo debió de estar en su tiempo. Con un aire algo abandonado, sus jardines se veían con mucho mejor aspecto, a pesar de los daños sufridos durante el nazismo. Por ellos también paseó Goethe, quién dijo que «Heidelberg tiene algo ideal». Razón no le fataba, sobre todo si contemplaba la ciudad desde el otro lado del río Neckar, donde fueron muchos los artistas que se enamoraron de esta cuna del romanticismo alemán. Puede que fuera la luz o el hecho de estar en la montaña, abrazado por la nieblina.

heidelberg, castillo

Heidelberg, Alemania

Para ello hay que cruzar el Carl-Theodor-Brücke, o el puente antiguo, el más transitado de la ciudad y presidido por la Torre de Heidelberg, dos columnas de 28 metros que en su día formaron parte de la muralla que rodeaba Heidelberg. Aunque antes de cruzarla, la foto con el mono parece haberse convertido en una tradición. Casi de forma intuitiva, te verás con la cabeza metida entre el hueco que separan su cara con el cráneo. Según los lugareños, en el escudo que porta en uno de sus brazos se puede ver otro de su especie. Eso es porque sale uno mismo reflejado, humor alemán que de vez en cuando sale a relucir. El mono con el que nos encontramos databa de 1979, aunque antes hubo otro que fue retirado por el príncipe Carlos Teodoro, que no le gustaba cómo quedaba junto a la puerta de entrada. La verdad, tenía razón.

heisengberg_heidelberg

De regreso a la Marktplatz nos paramos en los puestos artesanales, algunos de ellos con los clásicos pretzel. Ahí es donde se encuentra la iglesia del Espíritu Santo y donde dicen que, en uno de sus laterales hay un grabado de un pretzel donde antiguamente se iban a medir para saber si el comerciante te había o no timado. A uno metros de allí, en una de sus calles peatonales principales, dimos con el causante que nos hizo llegar hasta Heidelberg: Heisenberg. Su careta lucía en una de esas tiendas con cosas que no sirven para nada. No encontramos mejor forma de agradecerle el viaje que invitándolo a una cerveza. Si no hubiera sido por él, quizá nunca hubieramos llegado a la ciudad, y mucho menos conocido la historia europea de Mark Twain.

Cómo llegar de Frankfurt a Heidelberg sin casualidades

Como las posibilidades de que en la estación de Frankfurt cojas cualquier tren y acabes en un lugar tan mágico como el de Heidelberg son bastante remotas (y si lo hay déjalo en comentarios, me encantará visitarlo), os recomiendo que si vais unos días no os lo perdáis. Para ello existen dos medios de transportes que te llevan hasta allí: el tren y el autobús. Nosotras pillamos el primero de ellos, ya que como tampoco sabíamos a dónde íbamos, no nos planteamos mirar autobuses.

frankfurt_estación

Ahora que lo sé, os recomiendo que uséis este segundo. En la página de GoEuro a Heidelberg he visto que hay autobuses desde los 3 euros, de modo que resulta mucho más económico, aunque si es verdad que se tarda una hora más que en tren . A nosotras, en cambio, nos timaron (o más bien nos timamos nosotras mismas). El precio del billete en tren fue de 17 euros ida y 50 euros vuelta, ya que nos pusieron multa por confundirnos de tren y coger un express en vez del regional de nuestro billete. En realidad, al estar la máquina también en alemán, no teníamos ni idea de lo que habíamos comprado (ni a dónde íbamos). A los alemanes tampoco se les da muy bien el inglés. Si queréis informaros sobre horarios tarifas y tipo de tren os recomiendo que lo busquéis y lo compréis antes del viaje.

Periodista digital especializada en viajes

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