Cuando siempre eres el de fuera. Aquí, allí, en el otro lado…

dedondesoy

Tu no quieres ser el de fuera, pero lo eres. Incluso para tu familia pero, ¿y si ellos también están afuera? Pero, ¿qué es afuera? ¿La calle? ¿El extranjero? ¿Marte? Dependiendo de donde estén esos límites uno puede haber estado muy dentro. Excepto cuando te preguntan por una calle, claro. Que entonces siempre tienes la excusa de “Es que no soy de aquí, ¿sabe?” Aunque tu DNI indique lo contrario o, peor, lleves 14 años pasando por esa misma avenida. “Ah, ¿es esa?” Sí, pero así vas por la vida. Sin enterarte de nada. Al principio ser el de afuera hacia gracia. Siempre hinchabas un poco el pecho cuando te preguntaban de dónde eras, porque por aquel entonces el acento aún te delataba. Y molaba. Ayudaba a ligar. Eres el de afuera, el exótico, aunque sólo te hubieras movido unos 20 kilómetros de casa. También molaba mucho llegar a tu ciudad natal- el pueblo de al lado vale – y contarle a tus amigos miles de batallitas, la mayoría de ellas exageradas. “¿Cómo? ¿Qué aquí el Starbucks aún no ha llegado? ¡No se cómo podéis vivir sin pagar 4 euros por un café!”, “¿Qué librería? Yo es que prefiero comprarlo en el Fnac, que soy socio” Acompañado de un gesto de superioridad. Habíamos logrado salir del pueblo. Y así fueron pasando los años. Encantados de nuestra vida exterior, siendo los de afuera siempre para lo bueno, pero también para lo malo.

El acento que te identificaba se esfumó. De la noche a la mañana. Bueno, si eres gallego posiblemente no. Pero ¡eh! Asturianos no de la cuenca, sabemos que lo forzáis. Lo sabemos cuando parece que se te va a caer la lagrimilla con cada “cómo me presta” que oís. “¿Te acuerdas cuando nos cagábamos “en diez»?”, “Calla ho, qué ha sido de nosotras?”. Eso, ¿QUÉ HA SIDO DE NOSOTRAS? Y no hay retorno. De repente te despiertas un día, sudado y muerto del asco en la gran ciudad decidido a recuperar tus raíces. A mí me gustaban, ¿qué ha pasado con ellas? El urbanita que quería volver a ser de pueblo. Y te das cuenta de que no es tan fácil. Lo primero porque, después de tantos años en tu exilio, ya poco te queda en el lugar de origen, más que algún reencuentro familiar y unas croquetas de la abuela. Lo segundo, porque un mes en él es suficiente para querer pegarte un tiro. ¿Es que nunca estamos contentos con nada? Pues no, oye.

Inevitablemente te conviertes en el eterno extranjero, en tu propia tierra y fuera de ella. Y, a pesar del sentimiento de arraigo, estás convencido de que no perteneces a ningún sitio. Ya no existe “lo de siempre”, porque posiblemente ese “siempre” que se remonta a hace más de 20 años ya no existe. Tus amigos de entonces han seguido con su vida, muy diferente a la tuya. Si se han quedado, las posibilidades de que ya hayan formado su propia familia son elevadas. Una palabra que a ti te da miedo porque, ¡ojo! «Aún somos muy jóvenes para pensar en eso». ¿Estás seguro?

Ellos te dirán que “Qué alegría verte”, pero para un ratito. Lo cierto es que a nadie le importa que hayas conseguido tus metas laborales, que estés planeando un viaje por el Sudeste Asiático o que, por ejemplo, ¿sabes ese capítulo en el que Jess se acaba liando con Nick en New Girl? Bueno, pues algo parecido, sólo que él después desapareció. ¡Siempre desaparecen! Porque sí, después de 30 años aún sigues compartiendo piso, con mucha gente, y sigues en una vida complicada llena de dramas. Muchos. Por eso ellos, por dentro y muy bajito, están pensando “Pobre, ¿cuándo asentará la cabeza?” Reza para que al menos no se encuentren con tu abuela y surja el tema.

Los que se han ido, en cambio, son tu otro tú. El único consuelo es coincidir algún día en el local que aún no haya sido traspasado para rememorar aquel “tiempo pasado que fue mejor”, aunque sea todo mentira y haya altas dosis de aventuras improvisadas en el argumento. ¡Te fuiste! ¿Por qué iba a ser mejor? Y caes en la cuenta cuando, sin saber muy bien el porqué, echas de menos a tu ciudad actual. Aquella que, aunque no te acogió con los brazos tan abiertos como esperabas, te gusta. Tampoco en exceso, pues has pensado en abandonarla mil veces. Tantas como te has indignado “¡4 euros el café! Qué barbaridad. Esto en mi pueblo te cuesta euro y medio. Aquí no se puede vivir”, «¿Os he hablado ya de mi pueblo?» ¡Cállate! Ahora que estás lejos, pues la adoras. Porque no la tienes, porque la echas de menos. Hasta que llegues, que entonces ya no sabes muy bien si es lo que quieres. Y así sucesivamente. Sin ser de aquí, sin ser de allí. Queriendo volver, deseando marchar. ¿Qué por qué estoy en eDarling?

Crisis de identidad, nada nuevo que no se haya dicho ya. Igual los que nos hemos ido somos los de afuera, pero somos los que más adentro estamos. ¿Cómo? ¿Que no tiene sentido? Pues igual. Quizás has llegado hasta aquí esperando un desenlace bonito. Algo tipo: es que nuestro corazón no pertenece a ningún lugar en concreto, sino a muchos a la vez. Acompañado de etiquetas tan poco usadas como ciudadanos del mundo. ¡Mierda! Lo he dicho. Pues no, lo siento, no hay final bonito. Tampoco es el final, seguiré dando muchos tumbos sino, ¡qué extraña iba a ser la sensación de pertenecer a un lugar! Ais Barcelona, cómo te echo de menos. Ais Avilés, no me quiero ir. O sí, pero sólo un rato. Vale, igual un poco más. Sí, me gustas, pero es que en Barcelona… «¡Aquí no se puede vivir!» Esta semana vuelvo a casa, ¿o me estoy volviendo a ir de ella?

– Pero, ¿qué cojones está haciendo? Usted no vive aquí
– Perdone, es que me perdí

Periodista digital especializada en viajes

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