Una tarde de 2003 un sufero prometió llevarme a Honolulu. Desde entonces, mi cabeza no dejó de pensar en aquellas playas paradisíacas que aparecían en las revistas de viajes y en una ciudad a ciegas que ella misma construyó con su imaginación. Siete años después, aterricé en el Aeropuerto Internacional de Honolulu esperando con ansias el momento en el que te cuelgan el lei del cuello, tal y como los blogs de viajes sobre Hawai explican en sus páginas. A mi lado no había ningún surfero, sino un chico que, lejos de prometer, actuó y se presentó a un concurso de preguntas de Lost con la ilusión de conocer los escenarios de su serie favorita. De todos los participantes de España, lo ganó él, por lo que La vida es bella, compañía que lo organizaba junto el Fnac, nos metió en un vuelo a Oahu dejándome conocer lo que, si no fuera por el chico de las series, nunca hubiera visto.
Como nos pasa a todos los que construimos una ciudad de ilusiones, lo que me encontré en aquel destino no tenía nada que ver con lo que yo esperaba, pues superó todo tipo de expectativas. A pesar de casi 24 horas de vuelo: Barcelona-Paris-San Francisco-Honolulu, corriendo de una terminal a otra por el poco tiempo que teníamos entre un vuelo y otro, pisar Oahu fue una subida de adrenalina. Efectivamente, el lei de orquídeas nos esperaba en la terminal de llegadas confirmándonos de que aquello no era un sueño, sino que estábamos en Hawai. Por el pasillo desfilaban turistas, principalmente japoneses, que con una sonrisa en la cara repetían Aloha incansablemente. Camisas de flores, chanclas con calcetines, sombreros de paja, el premio al final se lo acabamos dando a un chico con camisa, pantalones de chándal y zapatos. La cuna del horterismo, ¿acaso era aquello un Benidorm a lo americano? Por suerte no.
De camino al hotel, el chófer que nos recogió en el aeropuerto nos iba mostrando los lugares en donde había nacido y crecido Barack Obama, mientras hablaba animadamente sobre las maravillas de la isla. Cómo no iba a estar orgulloso aquel hombre. Sólo eran las siete de una tarde de septiembre, sin embargo, allí ya era de noche. Es curioso, en Hawai sólo hay dos estaciones y no se cambia la hora en todo el año. En septiembre era invierno, además de la época de lluvias. Por ello, era chocante despertarte con la luz del sol a las 6h de la mañana y ver que a las 17h ya era de noche cerrada. A las 7 de la mañana, sin exagerar, Waikiki Beach ya estaba llena de americanos y japoneses a la parrilla.
Las mismas pintas playeras por las que el camarero del restaurante más pijo del hotel me juzgó cuando le señalé que quería el mismo plato que el señor que estaba cenando a mi lado. ¿Lobster? preguntó sorprendido mientras buscaba la aprobación del chico de las series. Sí, lobster que, por cierto, no tienen nada que ver con las langostas del Cantábrico.
La música hawaiana y el Hula están presentes en cualquier actuación musical callejera o en los hoteles. La mayoría de las melodias son instrumentales, aunque algunas de ellas tienen letra, en hawaiano, el idioma oficial de país junto con el inglés. El Hula, siempre bailado por mujeres, se compone de movimientos suaves, tanto de caderas como de brazos. Acudir a una de estas actuaciones es bastante relajante, aunque después de media hora escuchando esta música, los sonidos comienzan a ser bastante repetitivos (después de una hora se te quitan hasta las ganas de vivir). La fiesta nocturna ni siquiera llegamos a catarla, y no por ganas, sino porque el jetlag es tan grande que una semana no es suficiente para recuperarte del cambio horario.
Como recuerdo me llevo el mayor y mejor viaje que he realizado en mi vida, gracias a Dani, el chico de las series que quiso que yo fuera su acompañante. Asimismo, también me llevo un vale del hotel, del que aún nos quedan 300 euros (gastárselo todo fue imposible), además de haber aprendido a subirme a una tabla de surf y mantenerme varias olas sin caerme. Un lugar 100% recomendable para quien tenga pensado ir y que, volando desde Estados Unidos, no es tan caro.
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