Por qué África (cuidado, hay sentimientos inside)

Arco iris, Senegal

Arco iris, Senegal

Hace un año que me enamoré de África. No fue un amor a primera vista, no, no fue un flechazo. Es… cómo lo explicaría. Es… como cuando cotilleas el Facebook del amigo de un amigo y te gusta. Luego, después de tanto insistir, te lo presentan y resulta que es aún mejor de lo que hubieras esperado. Está bien, es mentira, este caso no existe. Como tampoco fue en una red social, ni en un catálogo de viajes, o en un documental. Fue un libro, un autor, fue Kapuscinski. Y así, con Ébano en la memoria, llegué a África.

Y no necesité más. Y, ¿por qué te cuento todo esto? Te estarás preguntando; o no. Pues porque hoy he tenido uno de esos días. Esos momentos que sólo los viajes pueden darte, por muy lejos que se hayan quedado. Hoy me levanté y no tenía agua caliente. La verdad es que llevamos tres días sin ella, pero aquí a nadie parece importarle. El secador tampoco iba, y la poca ropa que tengo y conservo de inviernos pasados está mal, de esa que ni tu madre daría a Cáritas (lo de “es cuestión de prioridades” lo tengo muy interiorizado). Y llegó la crisis. Justo en ese momento en el que miras el reloj, te das cuenta de que vas tarde y el tren no llega… (repite esto en modo bucle. “¿Por qué señor? ¿Por quéeee?”). Y quieres llorar, morir, o como diría un amigo, que hubiera un apocalipsis zombi. Pero nada de eso sucede.

Entonces vi África. La vi sentada en aquel vagón del tren. Y sonreí.

Sonreí recordando las horas que pasamos sentados sobre aquellos hierros del autobús, esperando a que se llenase. Nuestras ganas de comprar todos los tickets restantes y cómo salimos cuatro horas después sin acordarnos ya del rumbo.

Recordé el champú que compramos el primer día, para pelo seco y encrespado. Aquello fue como echarse una botella de aceite por encima. La grasa duró meses.

Me acordé de aquel hilo de agua de las duchas, que no llegaba más allá de la cabeza. Y que el agua caliente ni siquiera existía.

También me reí recordando aquella comida en casa de los familiares de Joachim, donde ese día, sólo por nuestra presencia, era fiesta. Recordé como nos la prepararon con tanto mimo. Aquel pescado que llevaba días descompuesto, al sol y lleno de moscas. Cómo el olor nauseabundo hizo que perdiéramos el apetito durante toda la semana. Y solté una carcajada mientras recordaba cómo nos lo llevamos a la boca, lo tragamos y sonreímos: “Gracias. Está muy rico” “Tomad, comed más”. ¡No, por favor!

Comida Senegal
Sí, sonreímos

Y del antojo que me entró de chocolate. La preocupación de unos camareros porque no encontraban más que mantequilla, mi cara de desesperación y la alegría que sentí al ver aquella especie de Nocilla. Aquel momento fue mágico.

Recordé también cómo chupábamos aquellas bolsas de agua de plástico, después de haber pasado por tantas manos.

El cayuco con el que tuvimos que cruzar de una orilla a otra. Cómo se iba inundando a medida que avanzábamos y cómo los niños, bajo los pies de los mayores, iban achicando el agua.

O cómo llegábamos a la habitación con la única luz de una linterna. ¡Y lo complicado que era ir al WC con ella! Cómo salías de allí sin estar muy seguro de si habría salido todo bien. Eso tras haber llenado la mochila de rollos de papel porque ya sabías, por experiencias anteriores, que en los albergues eso no se estilaba. Se rumoreaba que una vez hubo un rollo.

Esos cortes de electricidad que hacían que no pudieras cargar nunca el móvil, pero entonces no lo necesitabas. Quizá, por ver la cara de felicidad de los niños cuando se veían en la pantalla.

Aprendimos a vivir sin espejos. A imaginar nuestro lamentable aspecto según el de nuestro compañero.

Recordé lo felices que nos sentimos, todas las risas que nos echamos. Lo fácil y rápido que nos adaptamos. La fascinación de llegar a casa y que hubiera luz, agua caliente, aire acondicionado (no, aire acondicionado no. Tampoco nos pasemos). El agobio que sentimos porque el teléfono volvía a sonar.

Y entonces, sentada en aquel vagón del tren, me pregunté: ¿Es que no has aprendido nada?

A veces no somos conscientes de que lo que te llevas de un viaje no es un lugar en concreto, una cara, palabras, momentos… A veces no nos damos cuenta que en un viaje nos llevamos mucho más que todo eso. Nos llevamos años de vida. Y eso es África, otra visión de la misma.

Periodista digital especializada en viajes

5 Comments

  1. Muy buen post! Entiendo lo que dices…
    Todos deberían ir al menos una vez en su vida a África, y digo al menos una vez, porque después de esta primera siempre querrán repetir.
    Cuando no importa la ropa que llevas, el móvil que tienes, en que restaurante cenarás o el bar en el que te tomarás una o unas copas, cuando no importa la hora que sea, comienzas a vivir.
    Nunca he desconectado tanto, ni he sentido tanta relajación como en ese viaje; además de haber conocido gente excelente y paisajes preciosos.

  2. Muy buen post! Entiendo lo que dices…
    Todos deberíamos ir al menos una vez a África, y digo al menos una vez, porque después de esa primera, siempre querrás repetir.
    Cuando no importa la ropa que llevas, el móvil que usas, el restaurante donde vas a cenar o el bar donde te vas a tomar una o unas copas, cuando no importa la hora, comienzas a vivir.
    Nunca he desconectado tanto, ni me he relajado como en ese viaje, además de
    conocer gente excelente y paisajes increíbles.

  3. ¡Qué cierto! A mí Kapuscincki me llevó hasta Latinoamérica porque intenté viajar como él lo hacía por África pero por otras tierras y encontré lo que tu compartes: grandes montemos. A ellos me agarro también ahora los días de lluvia. ¡A seguir descubriendo mundos!

  4. ¡Gracias chicos por vuestros comentarios! David, está claro que a ti y a mí nos ha cambiado la vida jajajaja… Imposible no enamorarse de África Johann 🙂
    Kapuscinski era un grande. Cada libro suyo es una obra maestra. Nunca he ido a Latinoamérica pero tiene que ser impresionante. Gracias Iñaki.

    Abrazos!

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